sábado, 8 de julio de 2017

EL ARTE DE ESCRIBIR


La lengua culta es un arte, ya sea en versión oratoria o escrita; es una de las sensaciones más gratificantes cuando el oído advierte la trasmisión de la palabra ágil de una fina retórica clara y conceptual del orador o la vista se recrea en los párrafos sublimes de un escrito que adquiere ampulosa brillantez y musicalidad en su expresión y contenido. La lengua es algo grande que amalgama mil combinaciones y posibilidades. El que escribe pone a prueba su realidad o ficción sobre lo que pretende transmitir, su capacidad semántica someterá a lector al deleite o disgusto.

La introspectiva personal, las consideraciones ontológicas, el perspectivismo, la ironía respecto a la realidad objetiva, la honestidad y sinceridad sin disquisiciones a la hora de plantear un tema incómodo o espinoso, las reflexiones indefinidas, lo correcto en términos sociales, el atrevimiento innovador, el academicismo trasnochado o el fantasma de la vulgaridad, son elementos y condicionantes que siempre han puesto a prueba al que asume el reto de enarbolar una pluma, teclear una antigua Rémington o, en la era de la informática, sentarse ante el teclado de un PC o pulsar el abecedario táctil de un iPhone.

Enfrentarse a una idea, un pensamiento, sin dejar de ser fiel a uno mismo, confiriendo a la imaginación la capacidad de discernir entre lo inventado y lo verdadero, lo correcto o lo banal es siempre un ejercicio complejo; escribir siempre implica transmitir algo.



La práctica de la escritura curte al escritor, por más que su experiencia vital marque su obra y determine la fijación de su creatividad plasmada en sus trabajos y personajes. El ensayo y la entrevista son escenarios que ofrece un mayor abanico de posibilidades para navegar entre la diplomacia, la hipocresía, el resentimiento, o la representación, y en ese sentido es todo un oficio el trato social sublime que reflejan algunas obras consistentes en transponerse camaleónicamente según las circunstancias, las personas o los temas. Fingir aprecio o gentileza es una actitud incontestable para granjearse la aceptación de la gente porque a la idiotez humana le encanta que le regalen los oídos, pero a la postre lo empírico de la vida es inefable.


La riqueza de nuestra lexicología nos ofrece tantas posibilidades: antónimos, homónimos, parónimos, onomatopeyas, pleonasmos, sinécdoques, metonimias, aforismos etc… y cuando la semántica mantiene viva una lengua con palabras que nacen y mueren (neologismos y arcaísmos), vale la pena incidir en el cultismo y escapar de los barbarismos.

Es cierto que, una imagen, un gesto, una mirada, un silencio o una caricia pueden expresar muchas cosas pero sin duda la palabra es en si misma el vehículo genuino de la comunicación.

Una brillante pluma debe estar dotada de una relevante capacidad intelectual, fuerza expresiva y perfecta prosa. ¡Que difícil es decir algo bien dicho! con palabras justas y adecuadas; si además éstas son bellas, armoniosas y poéticas y el buen gusto preside cuanto expresan, el texto se convierte en arte. La buena pluma deja surcos en el alma del lector y así no es de extrañar que en ocasiones se produzca una simbiosis entre la sensibilidad de aquel y el sentimiento, vivencia o mensaje que el autor es capaz de transmitir a través de la semántica; es cuando en ocasiones ante un párrafo uno no puede evitar que se le humedezcan los ojos o que el semblante esboce una sonrisa, es el contenido de algo maravillosamente plasmado en el papel que te llega al alma aún sin conocer al autor, entonces te identificas y comunicas con él.

Torrente y caudal, inicio y plenitud, esbozo y eclosión. Pocos poseen la magia creadora de luces, anhelos y utopías que puedan imaginar relámpagos en una tarde serena o mecer la calma y el sosiego frente a puñales y miserias en una sociedad sin entrañas que agazapada acecha envuelta en mezquindades.
Cuando a la forma y el fondo se unen argumentos cristalinos, siempre afloran valores morales, intelectuales y estéticos; si a ello añadimos un lenguaje bello, pulcro y académico, entonces el arte de escribir adquiere nombre propio.  

Decía Oscar Wilde “No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo bien”

 Tarragona, 21 de Enero 2017
Luis Álvarez de Vilallonga

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