A estas alturas de mi vida,
creía que pocas cosas me iban a sorprender, sin embargo la ignorancia,
petulancia y cinismo de algunos de
nuestros políticos y ciertos analistas serviles, han incentivado mi capacidad
de asombro.
Sostener que la Ley no puede
estar por encima de la democracia denota una simplificación y desconocimiento
de lo que significa democracia y su puesta en práctica. En el caso de Cataluña
está claro que provocado el conflicto político, se faculta al pueblo la
legitimidad para resolver democráticamente votando lo que políticamente
convenga.
Leyendo a Platón o Cicerón convenimos que la gobernabilidad de la ciudadanía debe fundamentarse en la aprobación democrática de Leyes que regulen principios y procedimientos que garanticen el propio funcionamiento democrático de una sociedad. Es la propia democracia la que fija el marco legal de soberanía popular donde no caben otras normas que las legales, es así que el Estado también está sometido a las propias leyes establecidas por la propia democracia. El derecho a la protesta, la huelga o la defensa jurídica, en una democracia avanzada, debe prevalecer, siempre que no conculque derechos ajenos.
En nuestra democracia existe
una propensión, particularmente de la izquierda, a sobredimensionar el término derecho,
especialmente cuando se trata de un concepto tan maleable en términos
políticos. En realidad cualquier derecho político, en democracia, debe estar
amparado por el ordenamiento jurídico y los derechos fundamentales.
El principio de legalidad nunca
puede estar condicionado por la tan pretendida legitimidad democrática y en ese
sentido es el Imperio de la Ley el que substancia la propia democracia.
Estamos viviendo unos momentos
políticos inciertos, contradicciones que nos dejan atónitos, negociaciones
imposibles bajo mostrador, perdida de formas y modales, mercadeos, subastas, engaños y mentiras que están dejando el
parlamente a la altura del betún, pero por lo visto esto es lo que toca ahora.
Uno se niega a aceptar que la política del siglo XXI sea así. A mi edad uno
puede permitirse afirmar que las políticas vividas durante la transición eran
más edificantes en sus formas y contenidos. Leyendo al prestigioso historiador
John H. Elliot, conocedor riguroso de la historia de España, ni por asomo se me
ocurriría poner en cuestión cualquiera de sus afirmaciones, salvo su
apreciación de que España no es diferente; sí España es diferente, para bien y
para mal.
Es cierto que en nuestra democracia queda
pendiente una auténtica separación de poderes, y no se vislumbra que la actual
generación de políticos esté por la labor.
Finalmente, la libertad,
dentro del marco político, hoy se nos antoja un barniz hipócrita que envuelve
el discurso del gobierno de turno. No cabe duda que existe una brecha entre una
libertad controlada coercitivamente por el Estado y la libertad que ejerce la
propia sociedad civil con sus mecanismos de control al amparo de la Ley, otra
cuestión pendiente en nuestra democracia.
Conjugar leyes, derechos y libertades parece una tarea utópica, pero si la tolerancia es una virtud, la firmeza y determinación confieren autoridad a quien la ejerce.
Tarragona, 5 de Diciembre de
2019
Luis Álvarez de Vilallonga
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