El diccionario de uso María
Moliner define como Progresismo político: “Conjunto de ideas políticas de
quienes son partidarios del cambio o evolución rápidos y profundos en las
formas de vida colectiva” (progresista)
Para abordar el concepto es
necesario considerar el mencionado
progresismo político junto al moral y estético, circunstancia de la que suelen
adolecer los políticos que lo utilizan voluntariosamente.
En principio, el empirismo
antropológico sobre esta materia indica que en la moral humana no existen, en
origen, estadios predeterminados.
A través de la historia se han
sucedido grandes progresos morales en la sociedad substanciados a través de
leyes y derechos institucionalizados: Abolición de la esclavitud, Declaración
Universal de los Derechos Humanos, reconocimiento de los derechos de los
trabajadores, emancipación de la mujer, supresión de la discriminación por
raza, orientación sexual, religión, xenofobia o violencia de género, hasta alcanzar un
cierto estatus moral teóricamente irreversible.
Las izquierdas se llenan la
boca de una forma machacona, casi convulsiva, del término progresista, como si
hubiesen heredado el usufructo de su transcendencia, al tiempo que son
incapaces especificar con claridad en que consiste este engreído progresismo,
si no es aludir al siempre genérico progreso social, bienestar de la clase
trabajadora, sindicalismo de clase y democracia.
Si progresismo es desproteger
al nasciturus con una nueva ley “progresista”, impedir la reforma del código
penal con endurecimiento de penas a violadores o asesinos de mujeres por
violencia de género, en lugar de adopción medidas proteccionistas insuficientes
y sin efectos reales; sería bueno considerar (aunque la justicia castigue no
por lo que se es, sino por lo que se hace) actitudes, entornos y antecedentes de
personas susceptibles de tipificar sus perfiles como potenciales maltratadores
y delincuentes, antes de que se produzcan desenlaces irreparables. La supresión
de corridas de toros, los movimientos animalistas sectarios o exonerar de
responsabilidad a políticos y concederles el estatus de aforado, son medidas
que nada tienen que ver con una progresismo positivo.
La regresión moral, para
muchos es una realidad. La sociedad se ha acostumbrado a la corrupción, a la
delincuencia, a la ocupación de viviendas, a ver un parlamento carente de
representación real, cuando se decepciona al votante y los principios que le
llevaron a confiar en un discurso político; cuando la seguridad en las calles
tiene horario para los ciudadanos, o cuando los símbolos tradicionales de
nuestra fe son ultrajados impunemente. En ese sentido la regresión moral es
evidente.
Las redes sociales se han
apoderado de un rumbo, político y social donde la ofensa es un derecho y el
internauta se somete a la norma colectiva, desafía cualquier límite que pueda coartar su libertad
de expresión y la transgresión de reglas morales es una constante.
Sin embargo el manejo de la semántica ha sido un gran logro desde lo políticamente correcto. Ya nadie utiliza el término despectivo “marica” porque la homosexualidad está reconocida y empleamos el término gay, también el término “subnormal” como discriminatorio ha desaparecido y sustituido por discapacitado, que a su vez ha sido finalmente substituido por diversidad funcional. En ese sentido el progresismo ha sido una realidad importante, sobre todo en las formas.
Un progreso significativo, incuestionable,
efectivo y moral, fue el cese de enfrentamientos, por cuestiones de venganzas enquistadas tras
años de la sangrienta guerra civil y la dictadura que dejaron paso al
entendimiento, aceptando la concordia substanciada en una ley común aprobada
mayor y democráticamente (es el caso de nuestra modélica transición).
El progresismo estético, no se
concibe sin una autonomía independiente del ente político y su poder. Recordemos
una obra de Balthus que denota una mirada complaciente sobre menores cuya
cosificación es moralmente insana o cuanto menos dudosa. Miles de firmas
solicitaron su retirada del Metropolitan Museum de Arte de Nueva York, (ciertamente
que en EEUU existe una pate de la sociedad eminentemente puritana) la propuesta
no prosperó, la autonomía estética prevaleció sobre la moral.
Arrogarse la propiedad, del
progreso es una falacia que encierra el peligro que termine por restringir las
libertades civiles, la pérdida de confianza en los tribunales de justicia y la
deriva hacia formatos populistas
alternativos que se aparten del régimen de libertades democráticas del que
todos en su día nos dotamos.
Es evidente que más allá del
juicio punitivo, la moral colectiva está enferma, urge pues una regeneración
que aporte un vasto orden de valores que ocupe los vacíos morales.
Tarragona, 16 de Diciembre de
2019
Luis Álvarez de Vilallonga
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