domingo, 13 de enero de 2013

EL ESCAPARATE DE LA AFLICCIÓN


Uno intenta valorar objetivamente este sentimiento aunque la realidad demuestre que cada persona siente, percibe o proyecta su aflicción de forma exclusiva.

La respuesta de las personas al sufrimiento revela la esencia de su propio ser, de su filosofía de vida, y en ese sentido cuando la desgracia o infortunio se cierne sobre ellas suele aparecer el mecanismo de auto afirmación en sus convicciones y así raramente se produce el tópico -aquella desgracia cambió su vida- muy al contrario, es el encuentro frontal, desnudo y crudo con la realidad desgarradora de un hecho doloroso, de sufrimiento, cuando emerge el yo de la supervivencia.

En las fiestas navideñas, fin de año y Epifanía es cuando la cara de la aflicción se revela más contundente. La alegría, el decorado, la ilusión y las celebraciones propias de estas fechas, contrasta con aquellos que son golpeados por el destino y sufren la amargura del sufrimiento, el desconsuelo y la desolación.

Paradójicamente las convicciones religiosas se fortalecen en el dolor y se debilitan ante el placer, sin embargo la propia convicción no es suficiente sin una experiencia que ponga a prueba nuestra capacidad de estoicismo, la experiencia en la desgracia es habitualmente solipsista, hurga en el fondo de nuestro ser y recurre a la más encubierta autosuficiencia de nuestro yo.


El afligido experimenta la crudeza de la existencia, la fragilidad, la incerteza de la vida, y su expectativa de volver a la cotidianeidad pasa por asumir la impotencia humana ante el dolor devastador de la muerte de un ser querido, así se endurece el yo, y aunque la inmediatez del hecho haga tambalear sus convicciones el hombre intenta aferrarse a una dependencia cercana que proteja las amarras de su doctrina, luego solo el tiempo se encargará de aliviar la aflicción aunque la amargura vivida aflorará regularmente durante toda la vida.
La vulnerabilidad del ser humano es incuestionable, especialmente cuando los males o calamidades nos visitan. Es evidente que el hecho religioso (en cualquier confesión) no solo ayuda a soportar la aflicción sino que es determinante a la hora de aceptar la fatalidad en nuestra existencia, ya sea en un contexto de predestinación o de providencia. Cada hombre encarna una efímera odisea que emerge del espíritu y se consolida en la mente, una odisea llena de éxitos y fracasos, luces y sombras, dudas y convencimientos, pero lo que rompe las expectativas y se convierte en tragicomedia humana es el encuentro frontal, con la realidad de la vida, con el infortunio, la adversidad, la calamidad o la desgracia, entonces surgen las viejas antonimias y las grandes preguntas sin respuesta añaden desasosiego al yo personal consciente de las limitaciones humanas frente a la vida y la muerte.


La imprescindible sagacidad en el hombre de hoy, su apuesta diaria por ganar, de alcanzar sueños, de confiar en la fortuna, de olvidar los fracasos, de volver a intentarlo, de alimentar las esperanzas, de navegar entre un compendio de medias verdades, no bastan para preservarse de lo inevitable cuando llega, y así vemos amontonarse desde nuestro pedestal, las cenizas de un mundo que contempla inmóvil sus propias miserias.
El equilibrio emocional ante un hecho irreversible entre lo trascendente y lo cognitivo contemplado desde la aflicción solo es posible desde el concepto de inmortalidad del alma como frontera entre los que se fueron y los que aún permanecemos, por más que el impasse de la vida se prolongue en el tiempo.

Luis Álvarez de Vilallonga
Tarragona, 7 de Enero de 2013