En primer lugar hay que
manifestar con toda claridad y contundencia la repulsa y condena del atentado yihadista
que en ningún caso tiene justificación sea cual sea el contexto en el que
quiera adscribirse.
En una sociedad democrática
nadie duda que la libertad de expresión es un derecho incuestionable pero sus
límites deben ser regulados por ley. Efectivamente si no fuese así cada cual
establecería su propio criterio en base a su moral, el buen gusto o educación,
así el ateo, el fundamentalista o el amoral podría perfectamente ofender,
agraviar o escarnecer la imagen o creencia de cualquier persona, culto o religión sin mayor
trascendencia.
Las caricaturas de Mahoma
publicadas en Dinamarca en 2005 son una muestra de libertad de expresión pero
al propio tiempo ofenden al mundo musulmán, como también sucedió en
publicaciones satíricas sobre el islam en Charllie
Hebdo. A partir de aquí la reacción salvaje e irracional de
fundamentalistas islámicos se ha hecho sentir trágicamente y esto ha puesto en
guardia a todo el orbe civilizado; pero que decir de las graves ofensas y
escarnios producidos sobre símbolos de
la religión católica en nuestro país, en la Universidad Complutense y en
parodias religiosas que se producen públicamente con desfiles sacrílegos ante la
impunidad y permisividad de autoridades y jueces. Afortunadamente en el seno de
la Iglesia Católica se sufre con dignidad estos atropellos sin que aparezca el
fantasma de atentados criminales contra quienes los provocan.
Condenar la masacre y
solidarizarse con las victimas de Charlie
Hebdo y las del supermercado judío
es una cosa y otra es aplaudir chistes, viñetas o expresiones de mal gusto
sobre el islam, judíos o cristianos. Ya
es lamentable que se haya llegado a esta situación para replantearse el debate
sobre la libertad de expresión pero, inevitablemente este golpe del terrorismo
islámico sufrido en una sociedad democrática donde estas cuestiones se dirimen
pacíficamente en los tribunales, ha activado sentimientos xenófobos y de
islamofobia que por otras cuestiones ya estaba latente en el seno de algunos
países de la UE.
Uno recuerda la sentencia de
muerte a que está sometido el escritor británico nacido en Bombay Salman
Rushdie y la intolerancia de los aludidos por “Los Versos satánicos”, pero también en el siglo XVIII, Montesquieu,
Voltaire, Rousseau o Diderot, sufrieron los ataques quienes rechazaban las
ideas de la Ilustración. Es el eterno debate sobre la tolerancia de quien
acepta el discurso ofensivo, la blasfemia o la mofa mientras no se pase a la
acción, o el intolerante con la ofensa, insulto o escarnio
desde lo que se ha llamado fundamentalismo del agravio. No existen tesis
convincentes en ningún sentido, por ello es necesaria una regulación por ley
que marque la línea roja en el discurso sobre la libertad.
La democracia exige libertad
de expresión, aun gozando de la mayor amplitud, ésta debe estar exenta de toda
incitación a la violencia y en este sentido la afectación u ofensa de una
frase, viñeta o burla a la sensibilidad de
cada persona o comunidad que es heterogénea, múltiple y diversa, prescindiendo
de todo juicio u opinión personal, debiera estar regulada por Ley.
Decir libremente lo que
pensamos sin burlas ni ofensas y sin miedo a represalias políticas o religiosas,
es la más pura manifestación de la libre y democrática libertad de expresión.
Luis Álvarez de Vilallonga
Tarragona,
22 de Abril de 2015