lunes, 27 de octubre de 2014

LEGITIMIDAD DE JUAN CARLOS Y FELIPE

Quizá sea una apreciación personal pero a tenor de las monarquías en ejercicio que sobreviven en Europa, la nuestra se presenta claramente cuestionada por ciertos sectores de la sociedad, y cuanto menos es políticamente complicada, por lo que su vigencia se me antoja limitada a medio o largo plazo.

Cuando el Generalísimo Franco designó sucesor como Jefe de Estado a título de Rey al Príncipe Juan Carlos, fue una decisión que de una u otra forma, ya desparecido el dictador, todos acatamos a tenor del proceso democrático constituyente.

La actual monarquía parlamentaria no es tan cómoda como pudiera parecer al estar sometida al riguroso escrutinio público y a la constante y exigente transparencia que en ciertos momentos se solapa con lo privado, haciendo incómodo y severo un ejercicio monárquico en el siglo XXI. En efecto, las monarquías parlamentarias deben someterse al control que exija el parlamento en consonancia con las leyes democráticas y la Carta Magna.

El 22 de noviembre de 1975, Don Juan Carlos de Borbón juró la legalidad entonces vigente, que no la legitimidad; su abuelo Alfonso XIII abandonó España cuando se proclamaba la II República.
Con la Reforma Política del 76, la convocatoria de libres elecciones en junio de 77 y la promulgación de la Constitución Española sancionada por SM el Rey Don Juan Carlos I en diciembre del 78, se asentaron los cimientos que sostienen los pilares de nuestra actual democracia.
Juan Carlos I fue intuitivo al elegir de la terna (Adolfo Suarez González, Federico Silva Muñoz y Gregorio López Bravo), aunque también se especuló mucho con el nombre de José María de Areilza y Martínez-Rodas (Conde de Motrico) que finalmente no fue incluido. La terna fue elevada al Rey por los consejeros del Reino y trasladada por el presidente del Consejo Torcuato Fernández-Miranda.
Designado Adolfo Suarez Presidente del Gobierno, el binomio con el Rey fue decisivo para acometer, no sin riesgos pero con firmeza, los cambios preceptivos que la sociedad demandaba hacia la consolidación de la democracia. No cabe duda que estos acontecimientos avalaban o cuanto menos favorecían una legitimidad que debía acreditar el monarca, pero a pesar de todo Juan Carlos tuvo que ganarse a pulso una legitimidad puesta en entredicho por ciertos sectores de la sociedad. El aldabonazo definitivo fueron dos hechos excepcionales en sintonía con el Presidente Adolfo Suarez: la legalización del PCE y su inequívoco posicionamiento ante el 23 F, que disiparon cualquier reticencia sobre su figura como Jefe del Estado y consolidaron su acción hacia el camino democrático que legitimaban definitivamente su reinado.

Su sucesor Felipe VI, podría optar por el refrendo democrático y conseguir la legitimidad desde la soberanía popular, pero estamos seguros que no correrá ese riesgo ni su entorno institucional se lo permitiría. Por otra parte, aunque nadie duda de su preparación, carisma y voluntad; destaca como primera medida limitar el contexto de la familia Real y apartar a quien haya sido imputado por delito fiscal. En cualquier caso, es evidente que le tocará recorrer un largo camino y mucho que demostrar para ganar esa legitimidad en origen. Parece que posee buenos mimbres pero deberá “torear” con una sociedad cambiante con demandas y exigencias que, aunque competen en primera instancia al Parlamento, deberá afrontar, y su criterio puede ser determinante a la hora de acometer cambios en la Constitución, bien en los títulos, capítulos o articulado, pero en ningún caso enmiendas a la totalidad. Un análisis complejo que deberá abordar desde su imparcialidad.

El panorama no se le presenta particularmente idílico; las consecuencias de la crisis económica, el resquebrajado consenso constitucional, la fiebre soberanista, la fragmentación de la izquierda, la incertidumbre sobre el bipartidismo y la aparición en escena de un populismo extremista, auguran tiempos difíciles en los que irrumpirán caldos de cultivo adoctrinados y madurados durante la última generación a los que habrá que dar respuesta adecuada con sensatez, dialogo y serenidad, pero también con firmeza y determinación.

Cuando suenan voces reclamando una república, se hace imprescindible constatar la utilidad de un nuevo monarca pues sin ella la monarquía parlamentaria no tendría sentido. La jefatura del Estado en nuestro país es fundamentalmente una representación institucional y una función protocolaria y por tanto con un poder poco real y muy limitado; la soberanía reside en el Parlamento representante del pueblo. Por otra parte las dos experiencias republicanas fracasaron y tras la dictadura, hemos vivido un largo período de estabilidad democrática jamás alcanzado, no parecería pues sensato ni necesario cambiar ahora el sistema.


En un final de legislatura presumiblemente crispado, corresponderá Rey generar el clima necesario en un marco de diálogo y entendimiento para acometer las reformas constitucionales que no admiten demora, aunque quizá habrá que considerar un necesario receso hasta la composición del nuevo arco parlamentario que surja de las próximas legislativas.

Luis Álvarez de Vilallonga
Tarragona, 2 de Octubre de 2014