lunes, 10 de marzo de 2014

LOS NUEVOS MENDIGOS



Quién no ha conocido a aquellas personas que desaliñadas, con cierto aspecto mísero, se apostaban a las puertas de iglesias, esquinas o lugares estratégicos de la ciudad para reunir la calderilla que feligreses o viandantes “generosamente” aliviaban de sus bolsillos o monederos. Hoy continúa habiéndolas aunque su semblante ha mejorado, pero en los últimos tiempos, la crisis ha propiciado la aparición oculta de una nueva figura, que si no se corresponde en la forma y presencia acostumbrada del pobre, indigente o vagabundo, si coincide al menos en un fondo de necesidad y de carencia del que pide.

En efecto; si convenimos que el mendigo es la persona que vive haciendo limosna, la figura de aquel que ha perdido el empleo, el subsidio y no dispone de ninguna fuente de ingresos pero que todavía conserva bienes como vivienda, vehículo y lo propio de aquel que otrora podía vivir dignamente y que hoy, despojado de emolumentos económicos, debe continuar asumiendo cargas familiares, es evidente que ante el drama que debe afrontar, apuradas todas las posibilidades de ayuda por parte del entorno familiar y amistades intimas, no le queda otra posibilidad que acudir en auxilio de personas u organizaciones caritativas o humanitarias que mitiguen su precaria situación, y en ese sentido también son mendigos ya que buena parte de su sustento dependerá de la limosna que obtenga. Aquí es de vital importancia la función que ejercen las parroquias como puntos de distribución de los productos procedentes del banco de alimentos, empresas y particulares.

Esta durísima situación la padecen hoy muchas familias y muchas más están expuestas a ella, de forma que en ningún caso debemos considerarla vergonzosa, humillante o indigna, en todo caso es el paternalista, injusto y engañoso sistema social del estado, con comprometidas lagunas asistenciales, el que conduce escenarios donde cada día cientos de ciudadanos representan la realidad de sus odiseas.

A nivel personal, uno no puede eludir una inmediata reflexión sobre dar y recibir, necesidad y despilfarro, socorro y escepticismo, compromiso e inhibición. Los resortes emocionales del ser humano son imprevisibles; una señal, una imagen, una historia o una vivencia pueden desencadenar una transformación solidaria que provoque la acción de acudir en ayuda del necesitado.

Cada vez es mayor la aportación personal dirigida hacia personas desconocidas en dificultades. La socialización, es decir, el compromiso de un comportamiento social hacia nuestro entorno, genera un sentimiento de satisfacción en nuestro yo interno, una sensación gratificante y exponencial a medida que nuestra generosidad es más compleja y comprometida, y así puede darse la paradoja de que puede ser mayor el sentimiento y necesidad en la acción de dar que la de recibir. La posibilidad de proveer o servir en el anonimato, siendo solo conocedor el beneficiario, revela de forma rotunda el concepto filantrópico que se esconde en el ser humano.

Si bien es cierto que la obligación asistencial básica corresponde al estado y el reparto de la riqueza dista mucho de cumplir niveles aceptables, los principios de toda ética humanista son exigibles a todos los niveles y en todos los países. Cuando los principios sean más importantes que el poder y aceptemos que somos meros administradores de la riqueza y que el fin primordial debe ser el bien general contando con todos los costes sociales, ambientales y humanos, quizá  comience a vislumbrarse un horizonte sin mendigos desheredados de la vida y la pobreza pueda erradicarse.    

Pero más allá de la moral colectiva, la solidaridad o el altruismo no son conceptos innatos de la condición humana; es el amor por los semejantes el que induce en última instancia a la generosidad, al desprendimiento, al esfuerzo y hasta el sacrificio en ayuda al necesitado, en definitiva a la caridad en su más noble y extensa significación.

Luis Álvarez de Vilallonga

Tarragona, 6 de Marzo de 2014